En el editorial de la edición 53 de A Nova Democracia, de junio de 2009, afirmábamos, ya en el título, que El imperialismo es la guerra. En la ocasión, decíamos que no les sería posible a las potencias imperialistas salir de la crisis con los planes de salvación financiera intentados, y que sólo lo sería con el aumento de afluencia de riquezas de los países dominados y la ampliación de la guerra para la definición de una nueva repartición del mundo.
De hecho, de allá para acá se agravaron las contradicciones interimperialistas y las potencias y sus bloques pasaron a chocarse de manera más evidente, cada vez más saliendo de las pugnas meramente diplomáticas, promoviendo una nueva carrera armamentista, ejercicios y maniobras militares intimidatorios, culminando con la imposición de la guerra a otros pueblos de naciones dominadas.
En ese sentido, la guerra en Siria vive un impasse entre los intereses de Rusia (y de su bloque: China, Irán, etc.) que desde la época del social-imperialismo ruso (aún llamándose URSS, pero ya con el capitalismo restaurado, después de 1956) ejercía mayor influencia económica y política, y los deseos de USA (y sus aliados de la Otan), que desde los atentados de 2011 colocó en marcha el plan de la construcción de un “Nuevo Oriente Medio”, desplazando el bloque rival.
Y así ha hecho después de las invasiones del Irak, Afganistán, Libia y ahora, en el umbral de la invasión directa y asumida también de Siria. Eso porque hasta hoy no se logró, aún con el suministro de instrucción, armas, equipamientos, soldados mercenarios y mucho dinero, derrumbar el régimen fascista y burocrático de Assad, que resiste hace casi dos años, aunque enflaquecido y a los pedazos. Así, el imperialismo yanqui se ve obligado a postergar los planes de invasión de Irán, un anhelo de décadas.
La colocación de misiles Patriot (Otan) en la frontera turca y los ejercicios navales rusos en la región son señales de que la tendencia, como ha se verificado, es el pasaje de las guerras de agresión imperialista a los pueblos dominados, a la conflagración entre las potencias imperialistas, aunque el eje de las batallas sea desplazado de Europa (cómo se verificó en las dos primeras guerras mundiales entre las potencias imperialistas), para Oriente Medio, Norte de África y Sur de Asia.
Y mientras eso no ocurre, los pueblos de las semicolonias de esa región conviven con las atrocidades promovidas por los invasores, todo bajo la bandera de la “democracia” y “lucha contra el terrorismo”.
La reciente invasión y ocupación de Mali por las tropas de Francia son un capítulo más de las innúmeras agresiones imperialistas. Con la disculpa de luchar contra “radicales islámicos”, pretende recolonizar (o imponerse cómo potentado) el país (y de preferencia los vecinos también), y evitar la expansión de la influencia, principalmente de China, en el continente.
Esconden de todas las maneras que fueron ellos mismos que crearon los “radicales islámicos”, que en realidad es el pueblo tuareg en búsqueda de independencia, cuando invadieron y disgregaron Libia, asesinando Khadafi, que en beneficio propio o del imperialismo, siempre actuó para estabilizar mínimamente la región. El resultado es que la derrocada del régimen libio destapó incontables contradicciones entre diferentes tribus guerreras indomables que habitan, algunas de ellas, en más de un país.
Y así el imperialismo sigue su sino de imponer la guerra infinita a los pueblos del mundo, en la tentativa desesperada de encontrar una solución para la colosal crisis en que se encuentra toda la economía mundial, aunque unos países estén en condiciones peores de que otros. Crisis esa que se extiende desde la década de 1970 y que atraviesa colapsos a intervalos cada vez menores, a medida en que las políticas adoptadas para su solución no hacen nada más que empujar el desenlace inevitable para más adelante.
El hecho innegable es que en los marcos del capitalismo – en su fase superior, el imperialismo – es imposible cualquier solución definitiva en el sentido de eliminar las crisis cíclicas y sus devastadores efectos, incluso para los monopolios, aunque las masas populares sean siempre las más perjudicadas.
Y los siniestros planos imperialistas de repartición del mundo sólo no prevén el volumen y la calidad de la resistencia que los pueblos agredidos le oponen, aunque esa sea una constante que no puede ser ignorada. Y la resistencia es tanto más heroica y feroz, cuánto mayores son los crímenes y atrocidades cometidos por los invasores.
Y esas luchas de liberación nacional en Haití, Curdistán, Irak, Afganistán, Sahara Occidental, Mali, etc., representan hoy los más duros golpes dados en el imperialismo, al lado de las guerras populares en India, Turquía, Perú y Filipinas, que en medio a mil dificultades, han desarrollado procesos revolucionarios que mucho tienen a enseñar a los pueblos del mundo.
De esa forma, no habrá guerra imperialista capaz de librar el imperialismo de su destino inexorable, su completa derrota y la lata de basura de la historia.
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