Egresado de las hileras de la Juventud Hitleriana, exjefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe (eufemismo creado para sustituir el funesto nombre de la Inquisición), Joseph Ratzinger, alias Bento XVI, anunció su renuncia al cargo de jefe del único Estado clerical del mundo, Vaticano, el día 11 de febrero.
Después de los trámites feudales que reservaron varios días hasta su efectiva salida de escena, Ratzinger se recogió a un castillo, donde pasa a ser llamado de “Papa Emérito”, especie de título de consuelo para quien, como él, al percibir que las luchas intestinas y los escándalos de depravación sexual y pedofilia, corrupción y lavado de dinero, fuerzan la iglesia católica a una serie de reformas, prefirió salir como héroe, antes de ser oficialmente depuesto por los vientos, no propiamente renovadores, que soplan en cierta colina de Roma.
Inevitablemente esas reformas acabarán desembocando en el instituto del celibato, principal fuente de todas esas degeneraciones, muchas hediondas incluso bajo la ley de los hombres.
La cosa toda hace pensar en cómo una institución y un Estado tan anacrónicos, feudales, arcaicos, resistieron hasta hoy, con una relativa unidad y poder, interviniendo en asuntos de otros Estados, pautando parlamentos, imponiendo dogmas más allá de las paredes de los templos.
Con casi dos mil años de historia de manipulación de la fe religiosa de las masas, aplastándolas materialmente y hundiéndolas espiritualmente en un mar de terror sin fin, la iglesia católica tiene un pasado horrendo. Alcanzó su apogeo en el feudalismo, periodo en que se impuso como ideología dominante, a hierro y fuego, se apoderó también de la ciencia para intentar atrasar cualquier desarrollo del conocimiento humano en favor de sus dogmas. Con sofisticados métodos de tortura, en nombre de dios martirizó incontables personas, muchos filósofos, científicos y artistas, que osaron pensar contra su doctrina, en nada divina.
La Inquisición, llamada “Santa”, inmoló en las hogueras de la ignorancia muchas de las mayores mentes de la época, así como reformadores de la propia iglesia, mujeres que osaron contraponerse a la opresión sexual y económica, etc.
No se puede publicar aquí, por absoluta falta de espacio, todos los crímenes de la iglesia, pero cabe aún recordar la complicidad con el fascismo y el nazismo; la creación de mafias ultra-reaccionarias como la Opus Dei y otras órdenes igualmente criminales; los esfuerzos para malograr cualquier proceso de liberación revolucionario, siempre actuando como fuerza auxiliar de la reacción e infiltrando organizaciones populares; el odio inconciliable que nutre por las mujeres, inclusive las no católicas, al querer condenarlas a enfermedades sexualmente transmisibles y negándoles el derecho sobre el propio cuerpo, como en el caso de la interrupción del embarazo indeseado (el aborto); el pánico que hay del progreso científico, como las investigaciones con células tronco, que pueden salvar vidas, pero “con certeza son contra los planes de dios”.
Y aún así sigue mercadeando con el sentimiento religioso de las masas de buena parte del mundo, con su ideología feudal impuesta por toda una maquinaria burocrática.
No por casualidad, las clases dominantes de las dichas democracias occidentales tienen en la iglesia católica el principal escudo ideológico contra la liberación de las personas y el progreso de la humanidad. La iglesia es la aliada de primera hora de cualquier régimen político explotador y opresor, que por su parte le permite la injerencia en los asuntos de Estado, tirando a la basura la definición de Estado laico en cualquier país gobernado por la burguesía y por el latifundio, o en el interés de esas clases, como en el caso de Brasil.
De las instituciones condenadas a la lata de basura de la historia, la iglesia católica es ciertamente la más longeva y medieval. Sin embargo, no se confunda eso con la eternidad atribuida al alma por ella.
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