Las administraciones de Luiz Inácio y Cabral intentan inculcar a amplios sectores de la población brasileña, lejos de las favelas cariocas y sus problemas, la idea de que “el bien está venciendo el mal” en Río de Janeiro. Esta lógica viene siendo divulgada en dosis masivas por el monopolio mediático, principalmente en la propia capital del estado, objetivando crear una opinión pública favorable a la ocupación militar de los barrios pobres, pero también de que esta política se esparza por el país como un modelo. De hecho, no es de hoy que los sectores más reaccionarios de la sociedad y sus vehículos de prensa se dedican a encurtir en las mentes de los brasileños la idea de que todos los problemas del país serán resueltos por la policía o por las fuerzas armadas. Y eso ha alcanzado relativo éxito, principalmente entre la pequeña burguesía, llamada de “clase media”, más vulnerable a ese especie de chantaje producido por las políticas fascistas.
Así fueron fabricados los “héroes” del Bope y de las policías locales, que de la noche a la mañana tuvieron sus fichas limpiadas y dignidad establecida, porque no había lo que restablecer. Soldados con caras camufladas ilustraron las tapas de periódicos y revistas, el Cristo Redentor fue vestido con el uniforme de la calavera, el culto al militarismo fue llevado a los límites de la demencia, en una sociedad hundida en la barbarie de la ausencia absoluta de derechos para las masas y en la violencia infinita contra el pueblo pobre. Es una tentativa de ocultar el verdadero régimen de excepción aplicado en las favelas cariocas y quien lo denuncia o está “del lado del tráfico” o no es digno de confianza.
Aquellos que añoran el régimen militar-fascista que ensombreció la nación por 20 años aplaudieron de pie el desfile de los vehículos militares, seguros de que ahora la moral y las buenas costumbres serían “restablecidas” en el país. Hubo inclusive algunos ex-militares que criticaron la convocatoria de las fuerzas armadas, atendiendo a una directriz yanqui que prevé su utilización como fuerza para mantenimiento de la orden interna y dejando la defensa “de las fronteras” a cargo de USA. Sin embargo, tal crítica fue hecha invocando una supuesta “vocación republicana” de un ejército que tiene un duque del Imperio como patrono. Además, la verdadera vocación del Ejército, como médula del viejo Estado, es la del genocidio, tanto contra el pueblo brasileño – como en Canudos, Porongos y en el Morro da Providencia en 2008 – como contra otros pueblos – como en Paraguay y ahora en Haití.
De hecho, la experiencia de la agresión al pueblo haitiano – como venimos denunciando desde su inicio, en 2005 – comenzó a ser empleada “a lo grande” ahora, en la ocupación de Vila Cruceiro y del Complejo del Alemán. Su efectivo ya adoptó hasta el apodo de “fuerzas de paz” y asume abiertamente que aplica las tácticas de contrainsurgencia en los morros cariocas, dejando claro que el objetivo no es el combate al tráfico, pero la contención de revueltas populares que tienden a agravarse con el ahondamiento general de las condiciones de vida de las masas.
Ese es el verdadero objetivo de todo el movimiento emprendido por la represión en Río desde que se estableció la convergencia de los gobiernos federal, estadual y municipal, con soporte material de la gran burguesía e ideológico del monopolio de la prensa, en las políticas fascistas de “choque de orden”, remoción de favelas, UPP, Pronasci, etc.
Y es eso que las masas de todo el Brasil, sea en las ciudades grandes o pequeñas y también en el campo, deben esperar de la próxima gestión de Dilma, que ya declaró que desea esparcir el modelo de la ocupación para otros estados. Nadie duda de eso, ya que tradicionalmente Río de Janeiro es utilizado como globo de ensayo de las políticas represivas fascistas.
Se ve que el verdadero enemigo del Estado no es el tráfico minorista de drogas ni los crímenes en general, pero el pueblo pobre, que viene acumulando siglos de explotación y opresión y aumenta sus protestas en revueltas cada vez mayores y frecuentes, amenazando la legitimidad del Estado, legitimidad ésta cada vez más difícil de ser conseguida en las urnas, dado el creciente rechazo a la farsa electoral.
Para el viejo Estado garantizar la base social que le permita ejecutar acciones genocidas como la que ocurre ahora en Río de Janeiro fue necesario resucitar el latiguillo utilizado por Bush de que “o están con nosotros o están con el terrorismo”, la disculpa para ampliar la agresión a los pueblos de las semicolonias en la ofensiva militar yanqui después del 11 de septiembre de 2001.
Esta es la máxima con que viene siendo tratada la reciente ofensiva estatal contra los morros en Río de Janeiro, forjando un falso apoyo popular a las fuerzas militares y criminalizando las protestas y voces que osan levantarse contra los asesinatos, truculencia, invasiones, torturas, robos, humillaciones y todo tipo de crímenes cometidos por las fuerzas de represión del viejo Estado.
La base de ese disparate puede ser encontrada en la mistificación del Estado como un ente por encima de las clases sociales, que existe para “ordenar la sociedad con derechos y deberes iguales para todos”, finalmente, el “imperio de la ley”. En eso se funda la falacia del “Estado democrático de derecho”, lugar del “respeto pleno a todas las libertades” y de autoridad incontestable, ya que es “legítimo” y está por encima de intereses particulares.
Según ese punto de vista, la acción de las fuerzas de represión en las favelas cariocas es “el ejercicio del papel del Estado”, ya que es su deber “valerse de la fuerza para mantener la orden en situaciones extremas”. Los llamamientos de analistas y juristas a ese tipo de interpretación crecieron en la medida en que las acciones del viejo Estado contra los pobres subieron los escalones del fascismo, intentando legalizarlas y legitimarlas.
Sin embargo, el punto de vista científico sobre el Estado es bien diferente, conceptuándolo como un “órgano especial de represión de una clase (o conjunto de clases) sobre otra(s)”, que, por lo tanto, actúa en defensa de los intereses de las clases dominantes, que, por su parte, en el Brasil semicolonial y semifeudal, garantizan la dominación del país por el imperialismo.
Y este viejo Estado semifeudal y semicolonial, defensor de los intereses de la gran burguesía, del latifundio y del imperialismo desde su fundación declaró guerra no al crimen, pero a las clases oprimidas y sus movimientos más consecuentes, criminalizando la pobreza, implantando el terror permanente de Estado a través de la represión cada vez más sistemática contra el pueblo, el asesinato, el encarcelamiento, la tortura y todo tipo de violencia a que son sometidas las poblaciones de las favelas y barrios pobres.
Esa guerra es larga y la tendencia histórica apunta para la victoria de las masas dirigidas por un partido revolucionario. Y ya que el viejo Estado no está por encima de las clases ni “en disputa”, como pregonan los oportunistas y revisionistas, la tarea que se impone a los demócratas y revolucionarios es su destrucción y sustitución por uno nuevo, un Estado de nueva democracia.
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