Los recursos naturales dan señales de agotamiento. Si las cosas no cambian radicalmente, agua contaminada, hambre y enfermedades alcanzarán parcelas cada vez mayores de la población mundial, las guerras se multiplicarán y el caos tomará cuenta. Finalmente, la basura reinará sobre nuestros cadáveres.
Ante tales perspectivas trágicas, parece lógico que una organización mundial (la ONU) coordine un encuentro de jefes de estado y de gobierno con el intuito de encontrar modos “sustentables” de llevar la vida y recuperar lo que fue destruido. Con esa promesa es que el Brasil acogió la Río + 20. Pero, ¿alguien cree que de aquí hayan salido resoluciones o por lo menos alguna idea para salir de esta situación? ¿Algún gerifalte habrá admitido las verdaderas raíces que llevan a ese cuadro?
En Brasil, renombrados “ecologistas” sustentados en “insospechables” ONG o en cargos públicos, hace tiempo, se vienen ocupándo del problema. Ellos concuerdan que la solución precisa de la movilización popular: a veces convocan el pueblo para abrazar un árbol o hasta una laguna. Actualmente, promueven una gran campaña para que dejemos de usar las bolsitas plásticas de los supermercados. Paladines de la “sustentabilidad” que ocupan ministerios y secretarías del medio ambiente, vibran de emoción a cada 22 de septiembre, cuando convocan a todos para ‘el día mundial sin coches’, a la vez no tienen el mínimo constreñimiento en apoyar el gobierno que incentiva la producción y venta desenfrenada de nuevos vehículos.
Una formidable operación armada para convencernos que nuestra responsabilidad en el caso debe limitarse a modificar pequeños hábitos del cotidiano para hacer el sistema bueno y limpito.
Muchos ya percibieron que la razón primordial del agotamiento de los recursos naturales del planeta es la gran máquina destructora llamada capitalismo. Y un factor importantísimo que turbinó la saña del capitalismo moderno ha pasado desapercibido hasta para muchos de los críticos implacables del capitalismo: la obsolescencia programada.
La obsolescencia programada
Hace algunos años, cuando una familia compraba una heladera, una televisión, etc., lo hacía con la confianza de que duraría muchos años. A veces, toda la vida, sólo necesitando de pequeñas reparaciones a lo largo del tiempo. Hoy en día, el consumidor (es así como somos llamados) tiene que quedarse más que satisfecho si el “bien durable” exceder los tres años de uso. Por la lógica, es difícil entender como esa moderna tecnología funciona, pues los aparatos son llenos de funcionalidades sorprendentes, proyectos súper elaborados, pero simplemente dejan de funcionar en un corto plazo y el precio de su reparo es tan alto que conviene tirarlo a la basura y comprar uno nuevo.
Comprar, tirar, comprar, ese es el título del documental de la investigadora alemana Cosima Dannoritzer coproducido y difundido por la TELE española, que descortina este tema: simplemente la industria crea los productos planeados para quebrar prematuramente y así poder vender siempre más.
El cartel del filamento
Y el hecho no es reciente. Todos nosotros aprendimos que Tomas Alba Edison inventó la lámpara eléctrica, y él se enorgullecía de la durabilidad de su producto. En 1881, la vida útil de una lámpara era de 1.500 horas; En 1924, la propaganda de diversos fabricantes anunciaba el producto garantizando 2.500 horas de uso. Pocos años después y hasta los días de hoy, las lámparas pasaron a quemar a partir de las mil horas.
En 1972, en el edificio del cuerpo de bomberos de Livermore , California, USA, fue percibido que una de las lámparas que iluminaba el lugar era muy antigua. Investigaciones posteriores consiguieron determinar la fecha de su colocación: 1901.
Al cumplirse un siglo de funcionamiento ininterrumpido de la lámpara, una cámara pasó a monitorear permanentemente y difundir su imagen en internet. Dos cámaras ya quemaron, va por la tercera y la lámpara de 111 años permanece continuamente iluminando. La investigadora consigue levantar documentos de la época que prueban la formación del cartel de las fábricas de lámparas, liderado por la Philips y la Osram, combinando la duración y garantía máxima de los productos que no deberían superar las mil horas.
La fibra debilitada
Otro ejemplo demostrativo y bien documentado es el de las medias femeninas de nylon. En 1940, la transnacional Dupont inventa el nylon y con él pasa a fabricar las medias más resistentes jamás vistas. En aquella época, era un accesorio imprescindible para toda mujer. Fue un éxito de ventas.
Pero, poco tiempo después, los fabricantes percibieron que el motivo del éxito se había transformado en ruina, pues las medias duraban demasiado, el mercado se había saturado, y las ventas desmoronaban.
Así, los científicos de la Dupont, que habían usado todo su conocimiento para crear el mejor producto posible, tuvieron que volver a los laboratorios y comenzar la investigación a fin de disminuir la durabilidad del nylon. Algún tiempo después, las medias volvieron a rasgar con facilidad, reavivando los logros de la transnacional.
La manzana podrida
Otro éxito de ventas fue el del tocador de música IPod. En la época del lanzamiento era bastante caro, equivaliendo en los días de hoy a cerca de R$ 800,00, pero el problema con que se depararon los compradores fue la corta durabilidad de la batería. Tras 18 meses en promedio, paraba de funcionar.
La empresa fabricante, la Apple, había adoptado como política negarse a vender baterías de reposición. En los teléfonos de asistencia al consumidor, la respuesta a aquellos que reclamaban de la poca durabilidad del aparato era: “compre un IPod nuevo”.
El caso fue parar en la justicia en USA. Durante el proceso, los abogados de los clientes consiguieron tener acceso a los documentos de la fabricación de la batería y en ellos estaba explícito que la corta vida del componente constaba en el proyecto, era algo planeado. El caso terminó en negociación, la fabricante no fue condenada. Pero cayó la máscara de la Apple, que tiene su publicidad enfocada en vender la imagen de empresa moderna, ecológicamente responsable, sustentabilidad total.
Programada para fallar
El documentario también demuestra un gran requinte tecnológico de las impresoras Epson, pero también bastante utilizado por otras marcas.
Mucha gente ya tuvo la ingrata sorpresa de querer imprimir un trabajo y repentinamente la máquina se niega a funcionar, aún teniendo tinta y papel. Seguramente, si llevada a un laboratorio autorizado de la marca el funcionario dirá que la máquina quedó obsoleta, que la reparación es muy cara y ofrecerá la venta de un nuevo modelo, más moderno.
Pero, en realidad, muchas veces no hay defecto. Dentro de la impresora hay un componente, la memoria EEPROM, con la misión de contar la cantidad de hojas impresas. Cuando el aparato alcanza el número estipulado por el fabricante, para de funcionar.
Además de varios otros ejemplos en ese sentido, el documental nos lleva a la antigua Alemania Oriental. Allá, por el hecho de no vigorar la obsolescencia programada, quedamos sabiendo que las heladeras eran fabricadas para durar 25 años y las lámparas eran de larga duración, pero en la época, el Occidente boicoteó la importación del producto. Después, cuando Alemania se reunificó, esas fábricas cerraron o tuvieron que adaptarse al nuevo patrón de calidad.
Modelo agotado
En los tiempos de la gran depresión en USA surgieron diversas propuestas para reactivar la economía. Una de ellas, de autoría del empresario Bernard London, era que cada producto durable tuviera una fecha máxima de uso. Al fin de ese periodo, el comprador sería obligado a entregar el bien al Estado para su destrucción, de lo contrario sufriría consecuencias legales. Es el primer registro escrito conocido aludiendo a la obsolescencia programada, en ese caso de manera jurídica. La idea no se convirtió en ley, pero el concepto poco tiempo después pasó a ser adoptado vía tecnología.
Seguir atrás de banderas levantadas por ONG u organizaciones como la ONU que prometan luchar para que este tipo de Estado o su Justicia reglamenten el sistema de tal modo que lo hagan justo, limpio o sustentable es en el mejor de los casos pérdida de tiempo.
Por una nueva democracia
El crecimiento continuado e ilimitado de la economía es imposible (por lo menos en el capitalismo en su fase monopolista, el imperialismo) porque los principales recursos naturales son finitos. El modelo de medición del éxito de un país basado en el PIB (Producto interno bruto), donde construir un edificio o dinamitar un edificio pueden dar los mismos índices positivos de avance económico, es propio de una economía divorciada de los intereses de la población.
Uso indiscriminado de drogas, prisiones abarrotadas, emporios religiosos chupando las mentes y bolsillos de las personas, endeudamiento, jornada de trabajo extenuante, salud física y mental en colapso, son los síntomas de una sociedad enferma.
Está claro que el acceso a una enorme cantidad y variedad de bienes de consumo en las últimas décadas no han mejorado la vida de las personas ni las dejado más felices. Aún en los países de economías más avanzadas, las necesidades básicas de los ciudadanos no fueron (y no serán) suplidas dentro de ese sistema.
La salida de ese cuadro puede estar en un cambio político, pero acompañada de un profundo cambio cultural. Una verdadera revolución donde sea abolida la explotación humana y que las personas no sean valoradas por los bienes. Una menor necesidad de compras continuadas exigirá menos horas de trabajo liberando tiempo para el ocio y las relaciones humanas e infinitas posibilidades fuera del consumismo, del desperdicio y de la alienación.
Como ese camino presume cambios en el control del capital, de la producción y del poder, ciertamente, no será simple ni pacífico, por cierto, como toda verdadera conquista de las masas populares.
Brasil y Gana
Comprar, tirar, comprar, también nos lleva a Gana, África. El derecho internacional prohíbe la exportación de basura electrónica por su alto poder de contaminación. Los países ricos burlan esa norma enviando sus chatarras (travestidas de productos usados) en conteiner, en los cuales colocan próximo a las puertas de los mismos, unos pocos aparatos en funcionamiento.
La exportación de bajo precio es propagandeada como una ayuda para que los países pobres consigan entrar en la era digital. En la aduana de Gana los fiscales se limitan a verificar los primeros aparatos del conteiner y los productos son liberados para ser rematados por pequeños talleres de electrónica e informática. Los técnicos sólo consiguen recuperar 20% de las Tv y ordenadores. De la chatarra restante son retiradas de forma rudimental, cobre y otros metales que acaban siendo exportados para la China. Pero, la mayoría del material acaba esparcida. La basura tecnológica invade terrenos, ríos, lagunas.
El documental no habla del Brasil, ni aquí recibimos literalmente conteiner de basura electrónica. Pero, cabe considerar que Brasil importa buena parte de sus productos industrializados, y cada vez más nuestra “industria nacional” se limita a montar aparatos de patentes extranjeras con piezas producidas en el exterior.
Si consideramos que la vida media de los productos no sobrepasa los tres años, podemos concluir que buena parte de las importaciones de tres años atrás ya pasó a ser basura. Los centenares de conteiner, miles de toneladas, que llegan cada día en nuestros puertos son la basura que irá a contaminar el país en sólo tres años. El Brasil subyugado exporta mayoritariamente ítems altamente nobles (alimentos, minerales y otras materias primas) en cambio de casi basura. Las transnacionales que tantas veces son presentadas como esenciales para el desarrollo del país por sus aportes de tecnología, en realidad mantienen el país en el atraso y en la dependencia por qué sólo instalan sus fábricas montadoras de productos de baja calidad y sofocan la posibilidad del surgimiento de una industria verdaderamente nacional.