Atravesamos una era decadente. No se trata, sin embargo, de una decadencia de orígenes místicas y puramente espirituales, como pretenden las religiones, pero de una decaída que brota del podrecimiento de la sociedad burguesa.
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El gran Karl Marx afirmó que la ideología que predomina en toda época es la ideología de la clase dominante de esa época. Según Mariátegui, en El hombre y el mito, cuando la clase dominante es aún revolucionaria y hace andar las ruedas de la historia, su ideología llena los hombres y mujeres de energía de sentimientos heroicos. Cuando esa clase consolida su dominación y se hace reaccionaria, todas sus ideas llevan el espíritu humano al atraso y a la decadencia.
En la historia hay otros ejemplos de eso. El cristianismo de los esclavos revolucionarios de Roma era uno: estaba fundamentado en la igualdad de todos los hombres ante la creación y en el desprecio a las riquezas del Emperador, expresado en la máxima “A César lo que es de César”; ya el cristianismo de los reaccionarios señores feudales era distinguido, fundamentado en el terror a los campesinos y en la predestinación al trabajo servil. Una misma idea, a depender de la época, puede tener carácter progresista o reaccionario, como apuntó Engels en su magistral Anti-Dühring. Así ocurre con la civilización burguesa que, durante las revoluciones iluministas, era progresista y entusiasmada con los mitos de la consigna de “Libertad, Igualdad y Fraternidad” y, ahora, como revela José Carlos Mariátegui, sufre de la ausencia de fe y esperanza y se torna reaccionaria.
Mariátegui investigó con maestría este proceso en su ensayo El alma matinal. El fundador del Partido Comunista del Perú fue certero al afirmar que el racionalismo sirvió sólo para desacreditar la razón. La burguesía prometió a la humanidad una era sostenida por los principios de la razón y del progreso y lo que hizo fue fundar otra sociedad basada en la explotación del hombre por el hombre. El surgimiento del imperialismo y todos sus consecuentes males, en el inicio del siglo XX, rasgó con frialdad todos los ideales iluministas de democracia y libertad. No podría, en medio a las tormentas de la guerra imperialista y de la profunda crisis económica, moral y política, seguir floreciendo una intelectualidad caprichosa y acomodada tal como la intelectualidad parisiense de los tiempos de la Bella Época, analizada por Mariátegui.
“Cuando la atmósfera de Europa, próxima a la guerra, se cargó de electricidad en demasiado, los nervios de esta generación sensual, elegante e hiperestética sufrieron un raro desaliento y una extraña nostalgia”. En este tramo Mariátegui demuestra como la llegada de la primera gran Guerra interimperialista causó un doble efecto en la romántica intelectualidad europea: por un lado, el recelo de perder la dolce vita y, por otro, la ansiedad de presenciar un espectáculo, como si la guerra pudiera ser reducida a una pieza teatral. “Pero la guerra no podría ser tan mezquina”, su munición no es de fogueo y la sangre vertida es verdadera. La pequeña burguesía, acostumbrada con la graciosidad de las noches tranquilas de la bohemia europea, no pudo soportar las duras penas impuestas por los tanques, aviones y ametralladoras. A la guerra imperialista de 1914, el proletariado ruso respondió con la revolución bolchevique de 1917 y, a esa revolución, la gran burguesía europea respondió con el nazifascismo y con dos guerras de agresión.
Es en medio a ese huracán de acontecimientos históricos que Mariátegui destaca la aparición de dos concepciones distintas de vida: una pre-bélica, luego pre-imperialista, cómoda, conectada a los tiempos del desarrollo relativamente pacífico del capitalismo y a los mitos iluministas, y otra pos-bélica, de la era imperialista, marcada por los nervios a la flor de la piel, conectada a las llamas de la guerra imperialista, de la revolución y de la contrarrevolución armadas.
La burguesía, despertada a sacudones de sus dulces sueños civilizatorios y despojada de los mitos jacobinos por las propias contradicciones de su sistema, entró en su más aguda crisis ideológica. “La crisis de la civilización burguesa aparece evidente desde el instante en que esta civilización constató su carencia de un mito”, sintetiza Mariátegui. Es en ese escenario que la antifilosofia nihilista y sus variadas expresiones en la cultura comienzan a ganar espacio en el seno de la intelectualidad pequeño-burguesa.
De las investigaciones racionalistas y civilizatorias de Rousseau, a la cólera individualista de Nietzsche; de una literatura vibrante como la de Victor Hugo, a la apatía y al absurdo de Albert Camus; de la claridad y de la objetividad del neoclasicismo, a la confusión del expresionismo abstracto. Tal fue el proceso de descomposición de la civilización burguesa. Su falencia material decretó su falencia espiritual. De una clase optimista, movida por la fe en la forja de un nuevo mundo, a una clase reaccionaria y caduca. Se concluyó, así, la era de los mitos burgueses.
Por más que la burguesía intente presentar su decadencia como la decadencia de la humanidad en general y pretenda arrastrar todos para su fosa, hay una clase que es indestructible, que pertenece al futuro mientras que el futuro le pertenece. Mariátegui demuestra como los bolcheviques y la era de la Revolución Proletaria Mundial llenaron espiritualmente los hombres, cosa que la burguesía intentó hacer con el fascismo, sin embargo no consiguió. La diferencia es que la ideología proletaria es la nueva, cuya clase está destinada a forjar un nuevo mundo, como otrora hizo la burguesía, y por eso llena los hombres. Es una clase que, por no poseer propiedad y ser internacional, y por existir precisamente en el momento en que hay un gigantesco progreso científico y técnico productivo, creará una sociedad en la cual no habrá explotación de un hombre por el otro. Su ideología no se corrompe y sus mitos sólo desaparecerán cuando se cumplan.
El proletariado es la última esperanza de la civilización contemporánea, es la juventud que reside en medio al vejestorio burgués. Es una clase que está condenada a triunfar – para usar las palabras del Presidente Gonzalo, mayor comunista vivo – y es porque así rigen las leyes de la historia. El ser humano es materia y, mientras materia, tiene sede de infinito y eternidad. La sociedad burguesa estableció límites al infinito y al eterno, esfumó el horizonte y las perspectivas del hombre contemporáneo, que sufre de una “exasperada y a veces impotente gana de creer”, citando Mariátegui. El proletariado revolucionario es el responsable por resolver esa contradicción. La juventud proletaria y revolucionaria debe mantener ardiente las llamas de la fe revolucionaria, comprendiendo que cumple una etapa no solamente de la historia humana, pero de la propia existencia: superar la vieja orden burguesa y dar proseguimiento al desarrollo humano, forma más elevada de la materia hasta nuestros días.